El monocultivo de caña de azúcar llegó a Cuba en 1535 desde
Santo Domingo (es ese entonces Hispaniola) donde Cristóbal Colón lo había
introducido en su segundo viaje. Desde la época colonial, los españoles habían
estado importando alimentos para sus esclavos a Cuba para no distraerlos de su
principal tarea, la producción de caña de azúcar.
Ni siquiera la revolución logró escapar a la maldición de la
caña de azúcar, del monocultivo. Hasta los años 90, el azúcar era el principal
producto de exportación de Cuba y representaba el 70% del comercio con la URSS.
Tras la desaparición del bloqueo socialista, la producción de azúcar se redujo
de 7,5 millones de toneladas a menos de la mitad. Aún hoy, al menos antes de la
crisis del coronavirus, el pollo que se distribuye a la población a través de
la “libreta” (subsidio estatal) proviene de los Estados Unidos y se
paga en efectivo a través del Banco de Canadá, una de las pocas entidades
bancarias internacionales que quedan en Cuba. Hasta la fecha, el país importa
1.650 millones de dólares en alimentos para la población y, con el
endurecimiento del “bloqueo” (el embargo impuesto por los Estados
Unidos que ha durado más de 60 años) por la administración Trump y el brote de
la pandemia mundial, la seguridad alimentaria adquiere una importancia vital.
En particular, hay que considerar el desastroso impacto del COVID en una de las
principales fuentes de ingresos de la economía cubana: el turismo, que está
totalmente paralizado. El sector, que ya estaba en crisis antes del brote de la
pandemia, en 2018 había generado unos ingresos de 3.700 millones de dólares,
mientras que en 2019 las cifras se redujeron a 2.184 millones.
Según datos oficiales de Cuba, más del 80% de los hoteles de
la isla están cerrados y los empleados han sido enviados a casa. No hay que
subestimar los efectos de la crisis en el sistema productivo nacional -en
especial la producción agroindustrial- que, al depender en gran medida de las
importaciones y centrarse en el suministro de bienes y servicios al sector del
turismo, tendrá que satisfacer las necesidades de la población.
Como parte del plan para hacer frente a la pandemia de
COVID-19 en Cuba, el Ministerio de Agricultura (Minag) está aplicando una serie
de medidas de emergencia para garantizar el funcionamiento de sus diversos
sistemas de producción, prestando especial atención al programa de “autoabastecimiento
municipal”.
Ante el desafío que se plantea actualmente a la producción
de alimentos para el consumo nacional en medio de la situación epidemiológica
del país, el Ministro de Agricultura, Gustavo Rodríguez Rollero, exhortó al
sistema agropecuario y forestal cubano a incrementar la siembra y producción de
los productos más populares en la red de mercados agrícolas de la isla.
La estrategia identificada por Cuba para responder al
problema de la seguridad alimentaria que plantea el coronavirus incluye varios
aspectos interesantes. En primer lugar, es la forma más barata de producir
alimentos: la población puede comprarlos en el lugar donde se cultivan, o
alternativamente se pueden trasladar a una distancia corta con un consumo
mínimo de combustible.
Otros aspectos muy importantes de esta estrategia son que no
requiere la importación o el uso masivo de plaguicidas o fertilizantes, permite
el uso de espacios improductivos, no utilizados o infrautilizados y, además,
garantiza el empleo de un gran número de trabajadores, entre ellos mujeres y
jóvenes.
Todo esto hace que sea una alternativa realista y sostenible
para contribuir a la soberanía alimentaria y nutricional de la población en una
situación sin precedentes.
Sin embargo, además de la respuesta inmediata al desafío que
plantea el coronavirus, también es necesario empezar a pensar en medidas más
radicales para abordar las raíces de esta crisis a nivel mundial. La seguridad
alimentaria es un problema global; sólo en América Latina, según el informe
SOFI 2019 (Estado de la Seguridad Alimentaria y la Nutrición en el Mundo), el
hambre aumenta y afecta a unos 42,5 millones de personas, el 6,5 por ciento de
la población de la región. En particular, hay una clara necesidad de un sistema
alimentario más resistente y sostenible que ejerza menos presión sobre el
planeta y la salud pública.
El COVID19 ha puesto en evidencia las fragilidades de los
sistemas alimentarios actuales: los sistemas de transporte y distribución, por
ejemplo, pueden verse perturbados por medidas de control como el aislamiento y
las restricciones a la interacción social; la menor disponibilidad de mano de
obra agrícola, como resultado de las restricciones a la migración y la
movilidad, plantea una amenaza a las cosechas agrícolas. Al mismo tiempo, la
seguridad alimentaria nacional corre el riesgo de verse comprometida aún más
por las restricciones comerciales y de exportación, que podrían ser
especialmente perjudiciales para los países importadores de alimentos como
Cuba. Otra característica perjudicial del actual modelo industrial es que está
marginando a los productores más pequeños que están siendo engullidos por los
grandes productores que pretenden gastar menos y producir más, lo que da lugar
a una genética monótona que prioriza estos aspectos a expensas de la
diversidad, el sabor, la salud y la calidad.
Las políticas públicas que promueven la sostenibilidad y la
ecología son esenciales para fomentar los cambios en este modelo de producción,
lo que a su vez contribuiría a la soberanía alimentaria. Esas políticas deben
centrarse en sistemas agrícolas resistentes y en polos productivos y cadenas de
producción adaptables a las situaciones de emergencia.
En este sentido, los pequeños agricultores y los
agricultores locales y nacionales tienen un papel fundamental que desempeñar.
La mayoría de los agricultores, especialmente en los países de bajos ingresos,
aunque cultivan sus propios alimentos, tienen un acceso insuficiente a los
insumos y bienes y, por consiguiente, subsisten con una dieta restringida que
apenas satisface las necesidades de la familia. Para quienes producen
regularmente excedentes, la falta de información y el escaso poder de
negociación limitan a menudo los beneficios que pueden generar, y la reducción
de los ingresos, a su vez, dificulta la diversificación y la mejora de su
dieta. Esto hace que las poblaciones rurales sean particularmente vulnerables a
perturbaciones como la actual pandemia.
Sin embargo, al mismo tiempo, en la situación provocada por
COVID-19, los pequeños agricultores pueden ser la solución: aportan
principalmente a los mercados nacionales, lo que los hace especialmente
importantes cuando el comercio se ve comprometido. En particular, su
participación en los mercados locales significa que están bien situados para
seguir suministrando alimentos en situaciones en las que la crisis de COVID-19
ha creado complejos problemas logísticos y de transporte.
Las crisis son oportunidades para el cambio. Deberíamos
tomar este desafío como una oportunidad para mostrar cómo una agricultura
diversificada y sostenible es una parte esencial del tejido social: una
agricultura seguida de una economía “post-Coronavirus” más solidaria,
más autónoma y más ecológica que garantice un sistema alimentario resistente,
parte indispensable de un mejor mundo post-COVID-19.